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<br />
<br /><hr /><b>Medios de comunicación:</b><br />Agoff (et al.),
Irene. 2013. Por una soberanía idiomática<br /><b>URL:</b> <a
href="http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-229172-2013-09-17.html"
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/><b>Referencia:</b> Página 12, 17 de septiembre de 2013
(Argentina)<br /><b>Información de:</b>
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/><b>Reproducción del texto o información</b><br /><p> <b>Por una
soberanía idiomática</b><br /><br />"El lema actual de la Real
Academia Española (RAE) es “Unidad en la diversidad”. Lejos del
purista “Limpia, fija y da esplendor”, el de hoy anuncia la mirada
globalizadora sobre el conjunto del área idiomática. Podría
entenderse como enunciado referido al carácter pluricéntrico del
español, pero como al mismo tiempo la RAE define políticas
explícitas en la conformación de diccionarios, gramáticas y
ortografías, el matiz de “diversidad” que propone termina
perdiéndose en el marco de decisiones normativas y reguladoras que
responden a su tradicional espíritu centralista. Las instituciones de
la lengua son globalizadoras cuando piensan el mercado y monárquicas
cuando tratan la norma. La noción pluricéntrica, entendida en
sentido estricto (diversos centros no sometidos a autoridad
hegemónica), queda cabalmente desmentida entre otros ejemplos por el
Diccionario Panhispánico de Dudas (2005), en el que el 70 por ciento
de los “errores” que se sancionan corresponde a usos americanos.
El mito de que el español es una lengua en peligro cuya unidad debe
ser preservada ha venido justificando la ideología estandarizadora,
que supone una única opción legítima entre las que ofrece el mundo
hispanohablante.<br /><br />En la tradición del pensamiento argentino
esto se ha debatido profusamente. Desde la intervención de Sarmiento
sobre la necesaria reforma ortográfica hasta la afirmación del matiz
en Borges, la condición americana de nuestra lengua no estuvo exenta
de querellas. Para los hombres del siglo XIX, se trataba de sacudir la
condición colonial de esa herencia y por ello emprendieron la
búsqueda de formas atravesadas por otros idiomas. Pero si coquetearon
con el francés, se asustaron con el cocoliche, y aún más con la
idea de que la diferencia provenía de los diversos mestizajes y
contactos con el mundo indígena. Las discusiones sobre la lengua
fueron discusiones sobre la nación. Durante el siglo XX, los debates
sobre la lengua también fueron en gran medida debates sobre las
instituciones y sobre el papel del Estado nacional. La emergencia de
voces que propugnaban por una “soberanía idiomática” tuvo un
momento de condensación cuando el gobierno peronista enunció, en
1952, el objetivo de crear una Academia Nacional de la Lengua para que
produjera instrumentos lingüísticos propios. Cuestionaba, así, a
las academias normativas existentes, en particular a la Real Academia
Española.<br /><br />Son y no son nuestros debates. En este momento,
la crítica a España no debería abrir posiciones de retorno a esos
énfasis nacionales. Que por un lado creían en las nuevas amalgamas y
por otro tendían a borrar toda diferencia interna, negando, para ser
nacionales, la heterogeneidad étnica y cultural de las poblaciones
habitantes del territorio. Nuestra contemporaneidad, signada por
intentos novedosos de integración sudamericana, en la que por primera
vez la región se ha dado instituciones políticas de articulación
(el Mercosur, la Unasur, el ALBA) abre una perspectiva fundamental: la
de considerar la cuestión de la lengua a nivel regional, como
dimensión de esos procesos en los que frente a la globalización
mercantil se forja una alianza entre los países de la región.<br
/><br />Una región en la que hay dos lenguas mayoritarias, el
portugués y el español, y lenguas indígenas que trascienden las
fronteras nacionales, como el quechua, el mapuche, el guaraní, merece
políticas de integración y comunicación, apostando al bilingüismo
y al reconocimiento de lo plural y cambiante en los idiomas. La lengua
es el campo de una experiencia y la condición para la constitución
de sujetos políticos y, a la vez, una fuerza productiva.<br /><br
/>II<br /><br />Valoración política de la heterogeneidad más que
festejo mercantil de la diversidad. Eso reclamamos. No sólo en lo que
hace a territorios nacionales en los que coexisten lenguas indígenas
y lenguas migratorias. También afirmación de la heterogeneidad en
los usos literarios y expresivos. La idea de un “castellano
neutro”, usada en los medios de comunicación y en algunos tramos de
la legislación, termina situando una variedad –en general la culta
de las ciudades– en ese lugar sin comprender su propia condición
relativa y arbitraria. En la oralidad borra las diferencias regionales
y en la escritura funciona como llamado a un aplanamiento de la
capacidad expresiva en nombre de la comunicación instrumental.<br
/><br />Allí funciona, como es posible ver en las industrias
editoriales y en los medios de comunicación, una estrategia de
mercado que no supone menos homogeneización y supresión de las
diferencias que las viejas instituciones estatales y sus controles
disciplinarios. La integración latinoamericana, como horizonte
necesario de las políticas nacionales, supone una conjunción de esas
heterogeneidades y no su olvido en nombre de una globalización sin
asperezas ni rugosidades.<br /><br />Así como hay discusiones en
curso sobre los medios y sobre la Justicia, creemos necesario
constituir un foro sobre las cuestiones que hacen a las políticas de
la lengua. No es necesario abundar sobre esa dimensión, pero sí
enunciar algunos ejemplos: las industrias audiovisuales no pueden
pensarse, tal como se hace visible con la ley del doblaje, sin
decisiones sobre la lengua o sólo con la idea de trabajo nacional o
desarrollo propio; las estrategias educativas centradas en la
distribución de herramientas tecnológicas no pueden completar su
tarea sin la consideración de los contextos lingüísticos de su
aplicación; la literatura no puede desligarse de la consideración
social de la lengua que hablamos y tampoco de la situación del mundo
editorial, ligado de múltiples modos con los mercados
internacionales. Todos estos fenómenos tienen varias dimensiones: la
material, económica, empresarial, laboral y la que hace a la
fundación cultural. No pueden verse como disyuntivas tenaces, a
elegir entre cosmopolitismos entreguistas y defensas soberanistas,
sino como la oportunidad única, para América latina, de recrear sus
modos de integrarse y diferenciarse.<br /><br />III<br /><br />En
marzo de 1991, el gobierno de Felipe González, con explícito
auspicio de la corona española, creó el Instituto Cervantes,
situándolo en principio como dependencia del Ministerio de Asuntos
Exteriores. La fecha y la iniciativa de gobierno no son en nada ajenas
al proceso político de rápida integración europea en el que en ese
período, entre mediados de la década del ’80 y la década del
’90, se encontraba España, obligada entonces a poner en línea con
la Unión no sólo los índices de regulación fiscal y un conjunto de
estrategias económicas para ingresar plenamente al mercado común
europeo, sino también sus políticas de administración pública,
educativas y culturales. Es en el marco general de esas reformas que
el gobierno español asume la determinación de proyectar
institucionalmente la lengua, entendiéndola como bien estratégico.
Se inscribe así en una larga tradición europea que arranca en
Francia en el siglo XIX. La Alliance Française, que según las
mediciones estadísticas de la Unión, se promociona actualmente como
la organización cultural más grande del mundo, fue creada en 1883,
por un comité de notables entre los que se encontraban Louis Pasteur,
Ernest Renan, Jules Verne, el ingeniero Ferdinand Lesseps y el editor
Armand Colin. El propósito de la institución, equivalente del
tardío Instituto Cervantes, fue también el de difundir la lengua y
la cultura francesas en el mundo. Hacia fines del siglo XIX, este
objetivo enlaza evidentemente con las políticas de expansión y
reparto de zonas de influencia de las potencias imperiales europeas. A
cuenta del ingeniero Lesseps no sólo hay que poner esa iniciativa
“cultural”, también la construcción del canal de Panamá y del
canal de Suez (el uno indispensable conexión oceánica para las
nuevas configuraciones del mercado mundial y el otro pieza fundamental
de la política imperial francesa); y de su discípulo Alfred Ebélot,
la construcción argentina de la zanja de Alsina, foso fronterizo con
el mundo indio. La Società Dante Alighieri se funda en 1889, su
primera zona fuerte de influencia se sitúa en el norte de Africa. Y
ya en el siglo XX, el British Council y las asociaciones de cultura
inglesa y en la reconstrucción alemana de posguerra (1951) el Goethe
Institut. En los últimos años, en un contexto bien diferente, se
fundaron el Instituto Confucio (China) y el Camoes (Portugal), al
tiempo que Brasil proyecta su Instituto Machado.<br /><br />Esta
brevísima descripción de los organismos europeos creados para la
difusión de sus lenguas centrales, vinculados en general con
perspectivas diplomáticas y de política exterior, apunta a señalar
que fueron inicialmente concebidos como instrumentos de asociación
entre el valor “comunicacional” de la lengua y el sistema de
expansión y aclimatación de la economía mundial en el período. La
lengua queda así principalmente comprometida en su rasgo
instrumental, como dispositivo técnico de penetración económica por
una parte, y a la vez como fórmula de colonización y propagación
cultural. No muy distinto es el caso del Instituto Cervantes. Adaptado
a las exigencias de la integración española a Europa en el auge de
la globalización, se propuso sin embargo y desde el comienzo como
apéndice de una articulación mayor y específica con la vieja
institución reguladora de la lengua, la Real Academia, y sus sedes y
correspondientes americanas. El Cervantes se define así en un doble
escenario funcional: instrumento de promoción de la enseñanza del
español y de divulgación cultural en países y regiones no
hispanohablantes, e institución de apoyo a las políticas reguladoras
y normativas de la lengua en países de habla hispana. Esta doble
función la distingue del resto de los organismos europeos
equivalentes. La Academia Francesa o la italiana (Accademia della
Crusca) no buscan imponer significativamente formas normativas a
través de la Alliance o la Dante; y en el contexto anglófono, como
se sabe, no hay institución que rija las mutaciones y variedades de
la lengua inglesa. En esos años, los ’90, el Cervantes se asume
como correlato y “avanzada” del intenso crecimiento de los
negocios españoles en Sudamérica (privatización de las
comunicaciones, de la energía y del transporte, fuerte penetración
de la banca, etc.). Por su parte, y ya a partir de la década
anterior, las industrias culturales españolas comienzan a proyectarse
como un campo de profuso rendimiento. La industria editorial, entonces
fuertemente subsidiada por el Estado español, fue esbozándose como
cifra hegemónica en la región idiomática y beneficiaria de los
bruscos procesos de concentración del sector. Desde entonces, el
Instituto Cervantes ha sido y es una pieza decisiva en la
construcción de la “marca” España. La palabra “marca”, con
la que el Instituto Cervantes y sus organismos satélites tienden a
identificarse, y referida para nombrar los desplazamientos de mercado,
las astucias y fetichismos de la publicidad, constituye una huella
histórica evidente del papel que viene asignándose a la lengua.<br
/><br />IV<br /><br />La lengua no es un negocio, pero a menudo se la
trata como tal, y entre algunas corporaciones españolas, por ejemplo,
cunde la metáfora de compararla con el petróleo. España no tiene
crudo, se dice, pero perforando en sus yacimientos brotó a borbotones
el idioma español, que terminó por arrojar más y mejores réditos.
Pero las perforaciones no se hacían sólo en Madrid, también en
Medellín, en Lima, en Santiago, en Buenos Aires; en materia
idiomática, España siempre sintió que se trataba de “sus”
yacimientos, pues no se cansa de decir que se trata de un “bien
común” e “invaluable”, y que por eso es ella la que se encarga
de comercializarlo en el resto del mundo. El patrimonio es compartido,
pero la destilación es extranjera.<br /><br />Para dimensionar la
realidad petrolífera de la lengua citaremos sólo algunos datos que
surgen del Informe 2012 del Instituto Cervantes: más de 495 millones
de personas hablan español. Es la segunda lengua del mundo por
número de hablantes y el segundo idioma de comunicación
internacional. En 2030, el 7,5 por ciento de la población mundial
será hispanohablante (un total de 535 millones de personas). Para
entonces, sólo el chino superará al español como lengua con un
mayor número de hablantes nativos. Dentro de tres o cuatro
generaciones, el 10 por ciento de la población mundial se entenderá
en español. En 2050, Estados Unidos será el primer país
hispanohablante del mundo. Unos 18 millones de alumnos estudian
español como lengua extranjera. Las empresas editoriales españolas
tienen 162 filiales en el mundo repartidas en 28 países, más del 80
por ciento en Iberoamérica, lo que demuestra la importancia de la
lengua común a la hora de invertir en terceros países. Norteamérica
(México, Estados Unidos y Canadá) y España suman el 78 por ciento
del poder de compra de los hispanohablantes. El español es la tercera
lengua más utilizada en la red. La penetración de Internet en la
Argentina es la mayor entre los países hispanohablantes y ha superado
por primera vez a la de España. La demanda de documentos en español
es la cuarta en importancia entre las lenguas del mundo.<br /><br
/>Otro dato final, que no consta en el Informe: el 90 por ciento del
idioma español se habla en América, pero ese 90 acata, con más o
menos resistencia, las directivas que se articulan en España, donde
lo habla menos del 10 por ciento restante. Estos números bastan para
comprender el interés en discutir los destinos de la lengua: sus
usos, su comercialización, su forma de ser enseñada en el mundo. Si
fuera sólo un asunto económico no tendría relevancia el tema, pero
afecta a las democracias, a la integración regional, a la soberanía
cultural de las naciones.<br /><br />Pretendemos evidenciar esta
realidad, no para crear un frente común contra España, a la que no
consideramos nuestra enemiga. El problema es el monopolio, la
utilización mercantil de la lengua y la consiguiente amenaza cultural
que supone imponer el dominio de una variedad idiomática. España no
es el enemigo, pero no solapamos la necesaria polémica que debemos
establecer con sus órganos de difusión y comercialización de la
lengua. Cuando el rey Juan Carlos le dice al nuevo director del
Instituto Cervantes y ex presidente de la Real Academia: “¡Ocúpese
de América!”, nosotros conocemos bien la naturaleza profunda de esa
ocupación.<br /><br />España, por lo demás, tiene todo el derecho
del mundo a tener una política de Estado en relación con la lengua;
lo insólito es que nuestro país no la tenga, cediéndole el
“derecho a disfrutar bienes ajenos con la obligación de
conservarlos, salvo que la ley autorice otra cosa”, según define
“usufructo” el Diccionario de la RAE, al que le rendimos este
pequeño tributo, apelando a sus propias definiciones.<br /><br />V<br
/><br />El Cervantes, organismos como Fundéu (Fundación para el
Español Urgente), y las expresiones y acuerdos de colaboración con
las Academias Nacionales de la lengua, suelen indicar explícitamente
el patrocinio de empresas e instituciones que las promueven: Iberia,
BBVA, Banco Santander, Repsol, RTV, Agencia EFE, CNN en español, etc.
Los efectos de esta ofensiva de dominio sobre la lengua son
vastísimos y de compleja delimitación. Nos interesa destacar aquí,
preliminarmente, el modo en que se han ido obstaculizando las vías de
comunicación, encuentro e intercambio latinoamericano. Las
corporaciones de medios y los monopolios editoriales en combinación
con las instituciones y organismos de control de la lengua produjeron
un creciente aislamiento cultural entre nuestros países, sólo
revisado en el plano político, social y económico por los proyectos
de integración regional (Unasur, Mercosur, ALBA), pero no
suficientemente interrogado en el plano cultural. Hasta la década del
’70, en el período inmediatamente anterior a la generalización de
modelos dictatoriales de gobierno en la región, la literatura
latinoamericana produjo, al margen del llamado “boom”,
acontecimientos relevantes de cruce e interrelación. Acontecimientos
cuya medida no atañe meramente a los mecanismos editoriales de
distribución o comercialización del libro, sino al campo de la
lengua misma, a sus procedimientos y construcciones poéticas. Los
lectores argentinos, no requeridos de esa abstracción de mercado que
se presenta bajo la fórmula “español neutro”, incorporaron sin
dificultad el conjunto de variedades de la lengua e inversamente el
idioma de los argentinos fue asimismo recibido y conjugado por
lectores mexicanos, cubanos, peruanos, chilenos o colombianos.<br
/><br />Aunque se trata de una especulación no del todo comprobable,
si es cierto que la neutralidad que ahora persiguen las grandes
corporaciones editoriales reporta mayores ganancias, es a la vez
indudable que pone en funcionamiento un mecanismo de abierto
empobrecimiento de la lengua. El programa de uniformización que está
en curso es el correlato concluyente de la naturaleza general
normativa y de las corrientes totalizadoras de esta etapa del
capitalismo. Aun a pesar de sus pronunciamientos y sermones
democratistas, el espíritu neoliberal procede de una difusa raíz
totalitaria. Si conocimos sobradamente la bestialización económica
del programa, sus efectos destructivos de vaciamiento político
institucional y los daños generales causados sobre el tejido social,
no menos preocupante, aunque de verificación más opaca, resulta el
impacto que esa lógica impuso e impone sobre la lengua. Como en la
parábola de la “carta robada”: sus alcances están a la vista y a
la vez ocultos.<br /><br />Lo que es cierto respecto del control
corporativo de los medios de comunicación lo es también en el campo
de la producción cultural, en el sector editorial, en el audiovisual,
en la historia literaria reciente, en la traducción, en la enseñanza
del español como lengua extranjera o en el amplísimo terreno de la
educación pública. Por una parte enfrentamos la tarea de nombrar los
efectos de estas políticas de la lengua, pero también, y sobre todo
en condiciones de amenaza latente de restauración neoliberal, la
necesidad perentoria de establecer una corriente de acción
latinoamericana que recoja la pregunta por la soberanía lingüística
como pregunta crucial de la época.<br /><br />VI<br /><br />Es
tiempo, creemos, de sostener el camino de una lengua cosmopolita, a la
vez, nacional y regional. Nuestro español, pleno de variedades,
modificado en tierras americanas por el contacto con las lenguas
indígenas, africanas y de las migraciones europeas, nunca fue un
localismo provinciano. Fue lenguaraz y no custodio, es experiencia del
contacto y no afirmación purista. Al menos, el que sostenemos como
propio. En América latina se han macerado grandes escrituras al
amparo de esa búsqueda: desde el ensayismo del peruano José Carlos
Mariátegui, que pensaba que una cultura nacional surgía de la doble
apelación al cosmopolitismo y al indigenismo, hasta la antropología
del brasileño Gilberto Freyre, que vio en el portugués del Brasil
una creación de los esclavos africanos. Pero también desde la lengua
mixta y tensa de José María Arguedas, lengua que problematiza la
herencia colonial, o el barroco americano de Lezama, definido como
lengua de contraconquista, hasta la precisa intervención borgeana.
Porque Borges, cuyo peso y búsquedas en estas discusiones son
innegables, fue quien marcó el camino de una inscripción
profundamente argentina de la lengua literaria y a la vez la desplegó
como español universal.<br /><br />Borges es el Cervantes del siglo
XX: ésto es, el renovador mayor de la lengua, no sólo para su país
natal sino para el conjunto de los hispanohablantes. Si en los años
veinte buscó en la sonoridad de la criolledá la expresión
idiomática propia, una década después descubría que no se trata de
color local: que la lengua estaba en un tono, una respiración, una
andadura. Lo hizo de modos polémicos y no poco cuestionables, como su
carácter antiplebeyo y sus derivas conservadoras. Pero es el momento
de recuperar, con su nombre, una apuesta que toma la suya como
inspiración y al mismo tiempo debe modificarla.<br /><br />Una
apuesta, dijimos, a generar un estado de sensibilidad respecto de la
lengua, que no se restrinja a una reflexión académica sino que
enfatice sobre su dimensión política y cultural, y que se proyecte
sobre las grandes batallas contemporáneas alrededor de las
hegemonías comunicacionales y la democratización de la palabra. Una
apuesta que por ahora imaginamos doble: la constitución de un foro de
debates en el Museo del Libro y de la Lengua de la Biblioteca Nacional
y el impulso a la creación de un Instituto Borges: un ámbito desde
el cual producir una composición latinoamericana de estas cuestiones.
Una institución que lleve este nombre, como episodio argentino de una
política encaminada a la creación de una Asociación Latinoamericana
de la lengua, forzosamente deberá considerar su acto de fundación
también como un acontecimiento de la lengua, portador de su memoria
viva, de su pasado escurridizo y de las adquisiciones que obtiene y
puede perder en su camino. Un Instituto Borges puede ser una
institución con sus actos de reunión y reconocimiento, pero también
una inflexión para mantener la vida propia del horizonte lenguaraz en
el que vivimos."</p><br /><b>Área temática:</b>
Sociolingüística<br /><br /><b>Información en la web de
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